Ha muerto la esperanza, y ha descendido en la más cínica apatía.
Hace 20 años nació nuestra democracia.
Nació de las cenizas de un país destruido por la guerra.
Nació con la muerte de miles, pero de la esperanza de un futuro diferente.
Esa esperanza nos llevo a las urnas.
Nos permitió soñar.
Nos hizo querer trabajar.
Nos permitimos confiar en nuestros padres.
Aquellos que bajaron las armas,
que escribieron la constitución,
que juraron defender a un pueblo entero.
Nos permitimos dejar en sus manos nuestro futuro.
Quisimos un cambio, y nos lo vendieron.
Quisimos transcender los conflictos del pasado, y nos lo prometieron.
Quisimos volver a soñar, y nos durmieron.
Los conflictos de nuestros padres le están robando el futuro a nuestros hijos.
Y hoy aquellos que nos juraron no repetir los pecados de sus padres,
rehúsan soltar aquello que nunca les perteneció.
Aquello que solo nuestro es.
Lo que define nuestras vidas.
El poder por sobre nuestra propia libertad.
Es tiempo de una nueva revolución.
Una revolución de ideas.
Una revolución política en la cual las decisiones públicas se tomen en base a principios y valores éticos.
En la cual una verdadera doctrina de la libertad nos pueda guiar a reconstruir el futuro que hoy están destruyendo.
Es tiempo de destruir un paradigma y crear una nueva visión.
Es una revolución que nace de nuestros corazones,
pero que hemos dejado enterrar.
Soñemos.
Pero soñemos con nuestra manos.
Soñemos con nuestra acción.
Construyamos justicia.
Tomemos en nuestras manos
aquello que hoy aprendemos
que nadie más construirá por nosotros.
Con una idea nace todo,
y con un paso comienza a crecer.
Empecemos a caminar...
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